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A veces nos da miedo llamar a las cosas por su nombre. Dejamos de decir cáncer y hablamos de enfermedad, mencionamos a los presos de ETA y no nos atrevemos a llamarlos terroristas y contamos los crímenes de inocentes perpetrados por mayores de edad y no somos capaces de llamarlos asesinos. Los eufemismos están bien para algunas cosas, claro. Pero a otras conviene llamarlas por su nombre. Como a los menores asesinos, que los hay. Niños y no tan niños que le quitan la vida a otras personas con total premeditación y alevosía y con un grado de crueldad casi sólo imaginable en esos soldados que, durante el alma, se encargan de perder el alma para no vivir sin ella por siempre jamás.

Los menores asesinos, además, suelen ser muy conscientes de que no pagarán por su culpa, de que la sociedad le echará la culpa a sus circunstancias, a sus mayores o a lo que haga falta, con tal de no creerse que un niño o adolescente puede ser, sencillamente, malvado. Pero los hay. Como por ejemplo, los asesinos de Sandra Palo. Criminales abyectos todos ellos que actuaron sin compasión y sin corazón, que aterrorizaron a una niña, la violaron.

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